Cómo haríamos



           ¿Ah sí? —pregunté— ¿Conque eso harás?
            —¡Por supuesto! —contestó firmemente.

            Una ofensa era una ofensa y había que vengarse. Podría haber dicho “lavar la afrenta” pero le sonaba poco efectivo. Sobre todo porque Martín sospechaba que Carlos no entendería el romanticismo quijotesco de la expresión. Aunque sonaba antiguo y con clase también poco efectivo.
            —¿Y qué le dirías si lo tuvieras enfrente?
            —¿Que qué le haría? ¡Ja! Mira, primero le diría unas cuantas cosas a la cara, mirándolo fijamente a los ojos. Nada de palabras por detrás, nada de habladurías a las espaldas…
            —¿Le escupirías? —pregunté.
            —¡Claro que no! —pareció indignarse— A pesar de ser un bruto, creo que se merece un poco, siquiera el más mínimo e ínfimo, respeto. No podría cometer tropelía semejante.
            —Claro —sonreí.
            Y prosiguió:
            —Luego de haberle espetado sus verdades, lo retaría. Sí. Lo incitaría a batirse conmigo a puño limpio. Como hombres. ¡Porque así arreglan los problemas los hombres una vez que la palabra y el racionamiento juicioso ha fracasado! ¿Sabes lo que me dijo?
            —Sí, ya me lo contaste —respondí algo fastidiado.
            —Ayer me escribió por internet —ignoró mi respuesta—, ¿te lo puedes imaginar? No tuvo la hombría suficiente para dirigirse a mí personalmente. Empezó a decir que yo era un negro cualquiera, que era una vergüenza para la raza. ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo, que me sé las décimas de Nicomedes de cabo a rabo! ¡Yo que bailé en las actuaciones del día de la madre en mi época escolar! ¡Yo que me considero el sucesor de Caitro Soto y Porfirio Vásquez! No me pude contener. ¡No pude contenerme ni esperar a tenerlo en mi delante para responderle como se lo merecía! ¿Y sabes qué hice?
            —¿Qué hiciste? —le pregunté con curiosidad, puesto que eso no lo había contado.
            —Pues, aunque me genera disgusto, me rebajé a su nivel —y me puso una mano sobre el hombro izquierdo en señal de arrepentida confesión.
            —¿A qué te refieres?
            Todo era tan sencillo como ridículo.
            Carlos le había pedido la tarea a Martín vía un chat de internet. Martín, haciéndose el payaso, le respondía bromeando y tratándolo de ignorante y descuidado. Carlos, al inicio, seguía la broma con el afán de obtener la tarea. Pero las bromas de Martín se hicieron más y más hirientes. Martín empezó a burlarse de su color de piel (a pesar que los dos eran negros) y a llamarlo “poco inteligente” por decir lo menos.
            Martín ignoró las sutiles amenazas que Carlos le lanzó y siguió mofándose de la inteligencia de su interlocutor, en tildarlo de negro mezclado con adjetivos despectivos. Hasta que Carlos no aguantó más y le dijo:
            —Mañana, a las 9 que te vea, te voy a sacar tu mierda.
            —Ni modo que me saques la de otro, ¿no es así?
            Ni así dejó de burlarse Martín, pero esta vez seriamente preocupado con respecto a su integridad física. Empezó a escribirles a todos sus amigos y conocidos, a contar como Carlos, queriendo aprovecharse de su bondad, había solicitado algo que no era ético (la tarea) y que, en su afán de corregir esa actitud negativa y poco digna, había intentado educarlo. Pero él había rechazado su ayuda de la forma más vulgar y grosera posible. Se hizo la víctima y respondía a todos diciendo que “ni bien lo vea, le diré las cosas en su cara”.
            Creyó tener, así, el apoyo de todos sus compañeros de salón. Él era el educador que buscaba un país distinto y Carlos era el casi salvaje que se resistía al progreso. Por eso, cuando al día siguiente llegó al salón y no vio a Carlos, se sintió tranquilo. Y su tranquilidad aumentó a medida que la hora avanzaba y no veía a Carlos. Terminó la primera clase y se sentó, triunfante, a comer un chocolate.
            Sonó la puerta y entró Carlos. Alto, fornido, con expresión furibunda. Buscó a Martín con la mirada y, al verlo sentado tan plácidamente, se acercó a él en tres zancadas. Martín tenía la seguridad que los compañeros de aula saldrían en favor de él. Por algo les había escrito a casi todos la noche anterior.
            —Bueno, ahí está —le dije haciéndome a un lado—, te quiero ver.
            Martín sonrió y se puso de pie lentamente, como dándose tiempo a meditar y escoger bien sus palabras. Pero Carlos lo sentó de nuevo violentamente.
            —¿Así que negro baboso, no?
            —Oiga, usted… —balbuceó apenas Martín tratando de levantarse para soltar su discurso premeditado pero volvió a ser sentado por la fuerza.
            —A ver, pues. ¿No que me ibas a pegar, que me ibas a sacar la mugre?
            Martín miró rápidamente a su alrededor. Eso no era lo que él había contado a la gente y tenía miedo que se enteraran de la verdad.
            —Ya pues, dile algo —le dijo María.
            —¿Qué me va a decir? —preguntó, furioso, Carlos.
            María retrocedió asustada. Tomó aire y dijo:
            —Martín, dile algo.
            —Sí, Martín, dime algo —y en los ojos de Carlos hubo un brillo perturbador.
            Martín empezó a sudar. Se le notaba nervioso, con los músculos tensos. Miraba rápidamente a los demás como esperando a que actuasen y saliesen en su defensa. Quería hablar con palabras elegantes y rebuscadas que dejasen a Carlos como un ignorante pero su garganta no emitía ningún sonido. Los segundos pasaban. Martín empezó a sentir que su instinto de supervivencia superaba a sus devaneos de intelectual y hombre culto.
            —¡Habla! —gritó Carlos.
            Martín llevó las manos hacia adelante, como para detenerlo y empezó a decir:
            —No, causita.
            —¿No qué?
            —Estaba jodiendo nomás…
            —¿Qué? —sonó por ahí.
            —¿Qué? —preguntó Carlos.
            —Sí, sí… ‘taba jodiendo nomá’.
            —No pienses que me la voy a creer…
            —Tú eres mi causa —y las manos siempre delante.
            —Te voy a enseñar a respetar.
            —¡Tú eres mi causita!
            —A respetar, carajo.
            —¡Te presto mi teléfono!
            Y sonó el primer golpe.
            —¡Te invito a almorzar a mi casa!
            Sonó otro golpe.
            —¡Yo soy tu causa!
            Uno más.
            —Te invito a comer… Vamos a jugar Play…

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