Historia de un anacrónico: Mariela

    —Mírame —me dice con sus grandes ojos.
    Yo la miro y sonrío. La pose afectada me divierte.
    —¿De qué te ríes? —se hace la ofendida.
    —De nada —miento.
    Ella sonríe y, gateando, se acerca a mí. Me da un beso y se baja de la cama.
    —Tengo hambre —me dice—, ¿me pides algo para comer?
    —Claro —respondo—, ¿una salchipapa con huevos? —y sonrío socarronamente.
    Ella ríe en voz baja y asiente con la cabeza.
    —Y con las cremas a un costado.
    Pienso que no debería comer tanta grasa. Marco el número de la cocina indicado en una tablilla cerca del teléfono.
    —¿Hello? —escucho una voz.
    —Eh… ¿hola…? ¿Cocina…?
    —What? I don’t understand you…
    —Sorry, sir —digo y cuelgo. La miro fijamente. Reímos.
    —Creo que le corté el vacilón al gringo —y vuelvo a marcar, esta vez correctamente, el número de la cocina.
    Me contesta alguien de forma desganada. Quizá tanto como el gringo. Toma mi pedido y me corta antes de que pueda darle las gracias. En momentos así, me pregunto de qué sirve ser educado si a uno no lo dejan demostrarlo. ¿No sería petulante de mi parte ufanarme acerca de mi educación y buenos modales? Porque, casi siempre, los letreros en los baños dice demuestre su educación. Contradicciones de la vida, supongo.
    —Ya está.
    Me mira y sonríe. Agarra un cigarrillo de la cajetilla y busca mi encendedor. Prende el cigarro, le da un par de pitadas y tose.
    —Está muy amargo.
    —No me gustan los afrutados o con sabores raros —sentencio.
    —No seas amargado —y me da un beso en la frente.
    Ella ha encendido la televisión. Hemos estado haciendo zapping hasta que llegamos a un canal porno. La película trataba de dos chicas, una negra y otra blanca, como siempre con cuerpos despampanantes, teniendo un menage con un tipo.
    Ella me mira y, estoy seguro, piensa que yo pienso que ese tipo es un suertudo. Pero no, nunca lo he pensado.
    Llega la comida y comemos en silencio. Solo nos acompaña la televisón encendida. He puesto un canal de música. No quiero comer entre gemidos falsos.
    —¿Sabes? —me dice— Una vez vine con Gustavo, mi ex, y nos perdimos por los corredores —y rio.
    Yo me sonreí porque me hizo gracia el hecho de verla perdida deambulando entre los corredores buscando una habitación. No reí porque no me hacía mucha gracia que me hablase de su ex, pero es parte de todo.
    —¿Te has molestado? —me pregunta. Y siempre lo pregunta después de contarme algo referente a alguna de sus ex parejas. No me molesta, puesto que ya pasó… Lo que no fue en tu año… pero que no pretenda que me lo tome tan a la ligera. Soy celoso con ese tipo de cosas, aunque, a decir verdad, he bajado en intensidad. Ya no soy el Manongo Sterne que solía ser. Incluso cuando estaba soltero lo cual lo vuelve, sino más dramático, por lo menos más patético.
    —No —le digo, con una sonrisa un poco impostada—, me hace gracia la idea.
    Me sonríe y se lleva una papa a la boca.
    Llevamos saliendo varios meses. Sí. Solo saliendo. Y, quizá alguien chapado a la antigua, me preguntará ¿por qué no formalizan? Yo podría contestarle, muy amablemente, que no se meta en lo que no le importa porque, es cierto, no le importa, pero también es cierto que, en honor a la verdad, no formalizamos pues tres motivos. Y no, no son los del Oidor. Aunque, siendo sincero conmigo mismo, preferiría mil veces que fuera el miedo.
    El primer motivo es una mentira enorme, gigante y tan ridícula como mi disposición a creerla: acaba de terminar una relación y no se siente lista. Eso me dijo en febrero y mira, ya estamos noviembre. El segundo es que no he vuelto a insistir. Quizá este motivo sea una extensión del primero, pero supongo que, si insitiese, ella aceptaría. Quiero decir, vamos, ya pasaron muchos meses, ya “debería” estar “lista” (sí, haciendo el signo de las comillas en ambas palabras).
    El tercer motivo, que creo que es el más importante, es que, sencillamente, ni yo la quiero ni ella me quiere.
    Y es lo más lógico.
    Cuando, en marzo, nos besamos por primera vez, no hacía ni un mes que había terminado su relación. Y una relación de tres años, con rupturas, reconciliaciones y varios sustos con respecto a posibles embarazos. Supongo que algo ya no funcionaba ahí, aunque ella alguna vez me haya dicho que le había dolido mucho terminar una relación con un chico a quien ella amaba. ¿Si lo amas por qué le terminas? No se lo pregunté porque ya había nacido en mi ese bichito de la atracción que nos habría de llevar donde estábamos ahora.
    Entonces, ella decía que su mamá no había visto con buenos ojos el hecho que ella le hubiera terminado a Gustavo. Su mamá quería a Gustavo. Ya era así como de la familia. Parece que ella se sintió sofocada en algún momento y decidió cortarlo. Qué curioso. Lo mismo había pasado con nosotros en junio: se sintió sofocada, se alejó poco a poco y zas, desapareció dejándome pensando, de formas muy profundas y que atentaban contra mi salud mental, por qué lo había hecho, pero no le presté atención al asunto cuando, en octubre, después de reencontrarnos en una discoteca, terminamos juntos en Miraflores. En el mismo lugar en donde todo había empezado.
    En marzo, después del primer beso, esa chispa inicial, comenzó a decaer cada día un poco más. Ya no me atraía físicamente tanto, era como si cada día le viera un poco más aquellos defectos que la afeaban. El perfil de la nariz, los dientes, el cabello teñido, las raíces maltratadas, eventual aparición de copos de caspa, etc. Pero yo, que llevaba solo mucho tiempo, pensaba que —como alguna vez dijo mi madre— peor era nada. Y admito que no soy guapo ni pretendo ser algún galán rompecorazones. Solo que, después de haber seguido un consejo, no me sentía satisfecho con el resultado.
    Una vez, incluso, comencé a escuchar esa canción que, tanto Los Iracundos como Los Dolton’s cantaban:

Yo no la amo,
yo no la quiero,
mas la prefiero olvidar…

    O algo así.
    Pero no. Yo siempre he tenido “una vocecita” durante mis momentos de menor cordura. Durante alguna borrachera, arrebato de cólera o lo que fuere. Una “vocecita” a la cual llamo, por más rimbombante que suene, la voz de la Razón, quien, evidentemente, me hacía recapacitar antes de cometer alguna barbaridad. Y siempre que seguía las indicaciones de La Voz, siempre me iba bien o no tan mal como pudo haber ido. Pero no. No seguí a la voz esta vez. A pesar que ella me decía que lo mejor era cortar todo ahí mismo, que no dejara que llegara a más y que nada bueno saldría de eso, no hice caso y no corté nada, dejé que llegara a más y, ahora, que la veo delante mío, sentada comiendo una salchipapa en la cama, estoy seguro que nada bueno saldrá de esto.
    Evidentemente, todo se puso más “serio” (así, entre comillas, porque de serio no tuvo nada) después del primer encuentro sexual que tuvimos. Un hotel en Miraflores cobijó ese momento bastante bonito en su momento aunque La Voz no estuviera para nada de acuerdo. El mes de abril ya había llegado y de qué manera.
    Junio, el mes en que se distanció para, como me confesó después, “ordenar sus ideas” y buscar a su ex, llegó y en ese momento La Voz estaba a todo volumen. Me decía que aproveche la oportunidad porque era más que seguro que estaba viniendo del Cielo. Pero no. Yo no quería perderla. Y suena ilógico, lo sé. Pero, y no quiero que suene como que culpo a la soledad aunque sí, a eso suena, era tanto tiempo que estaba solo que preferí anteponer mi capricho a mi salud mental, orgullo y demás.
    Pero ella se alejó y yo sé que La Voz se emocionó mucho y hasta se alegró.
    Ese distanciamiento fue lento, debo aclarar. Empezó en junio y se consumó en quincena de agosto cuando, después de sentirme (a propósito) mal y escuchar canciones tristes y todo eso (sin sentido alguno, ¿quién sufre por alguien a quien no quiere?), empecé a rehacer mi vida. A veces la veía en el trabajo, pero la ignoraba. Con esa forma que hería el orgullo y ella que era más orgullosa… Yo sabía que le dolía y esa era mi venganza. Suena duro y ridículo a la vez, pero así lo veía.
    Salí con una chica una vez, creo que fue en setiembre. Nos besamos y mientras intercambiábamos saliva, ella con los ojos cerrados, yo la miraba y me decía que por qué no era Mariela la que estaba ahí. Dios, qué fijación. La Voz se hizo más presente durante ese tiempo y también otra voz, pero la de Carla, una amiga, que me decía que me deje de cojudeces, que Mariela no me quería y que, tanto peor, yo tampoco la quería, así que era una necedad enorme sufrir de esa manera tan gratuita.
    Por supuesto que tenía razón. Pero (y voy a culpa nuevamente a la soledad) me sentía tan solo y tanto tiempo que… bueno, es historia repetida. En octubre, unos compañeros del trabajo hicieron una reunión a la cual me colé. Sí, me colé con total desparpajo. Les di el alcance en Miraflores, entré a la discoteca sin pagar y me compré una cerveza. Pasaron unas cuantas horas y más compañeros de trabajo venían. Aunque algunos se iban. Dentro del grupo de los que se habían ido, había una chica nada atractiva con la cual había tratado de liarme como dicen en España. Se fue y dije bueno, a la mierda. Pero el ambiente estaba bastante divertido. Llegó una amiga del trabajo, Carmen, ella un poco mejor que la que se había ido y pensé en si valdría la pena intentar algo.
    La noche avanzaba y de pronto, hubo un show en vivo en la discoteca. Estaba bastante aburrido así que sugerí que nos fuéramos a otro lugar. Algunos me secundaron, otros se quedaron callados y una chica, Karen, empezó a gritar:
    —¡No! ¡Quédense! ¡Están viniendo Ana y Mariela!
    ¡Por la puta madre!, pensé yo. Y comencé a azuzar a todos para irnos y Karen que no, que no nos fuéramos y yo, sí, sí, vámonos y La Voz que decía entonces vete tú, cojudo, antes que todo salga mal. Pero ya estaba predestinado a salir todo mal, supongo, porque en esas se aparecieron Ana, su enamorado y Mariela. Me hice el loco y no saludé a Mariela. Me puse junto a Carmen y a otros compañeros y traté de seguir como antes, contento, eufórico, pero no podía. Decidí ir al baño y, al salir, hice la cola para comprar una cerveza.
    Delante de mí, oh sorpresa, estaba Mariela. Para cuando me di cuenta, solo me quedaba rezar y pedir que no se diera la vuelta. Zas, se da la vuelta y sonrió de una forma nerviosa, como sin saber qué decir o qué hacer. Yo, que estaba un poco movido por la cerveza, sonreí  de forma seca, como quien responde el saludo a alguien a quien no se quiere ver o a quien se le debe dinero.
    —¿Qué fue? —preguntó ella.
    —¿De qué? —respondí preguntando y acercándome un poco.
    —Tu mensaje de WhatsApp.
    No recordaba el contenido de ese mensaje. Lo más probable es que, conociéndome, hubiese hecho gala de inmadurez agradeciendo falsa e irónicamente el tiempo que compartimos y cerrando el mensaje con algo estilo “yo me merezco algo mejor” o alguna cojudez semejante.
    —Sí —acepté sin saber qué—, tienes razón… No fue la forma.
    Regresamos juntos al grupo.
    Yo, a pesar de hacerlo mal, bailaba con Carmen para, evidentemente, tratar de celar a Mariela. Pero ella, ya estaba bailando con un tipo y al final el que se puso celoso fui yo. Me acercaba un poco más a Mariela mientras bailaba con Carmen. Al final, un compañero medio lacroso, de esos que cuando se emborrachan caen peor que cuando están sanos, se metió entre Carmen y yo porque yo, al bailar con ella, le había generado unos celos muy fuertes. Regresé al círculo, que cada vez se agrandaba más ya que había cada vez menos gente. En una de esas, Mariela se me acerca, después de que un alemán la había invitado a bailar, y me dice algo como:
    —Ese chico estaba loco.
    No pregunté por qué porque seguramente me respondería que él la habría tratado de besar o algo así. Se me ocurrió extenderle la mano derecha. Ella la tomó y empezamos a bailar. Yo hacía mi mayor esfuerzo aunque ella también bailaba mal, no sé si por seguirme el paso.
    —¿Sabes? —le dije poniéndome medio nostalgicón— Nunca bailamos durante el tiempo que estuvimos saliendo.
    Ella rio y no dijo nada por unos segundos. De pronto, se me acercó a la cara y me preguntó:
    —¿Te acuerdas del Combo 5?
    El Combo 5 era el que siempre pedíamos cuando llamábamos al delivery de una hamburguesería.
    Reí ruidosamente y le contesté:
    —Claro… Habla, ¿un Combo 5?
    Ella rio y me dio un suave empujón. En ese momento, decidí que esa noche, como mínimo, le robaría un beso.
    Ya cerca de las 5 de la mañana, quedábamos Ana, su novio, Mariela, el tipo ese borracho, Carmen y uno que otro más. Se tomó la decisión grupal de irse. Kevin, que así se llamaba el borracho pesado, quería seguir tomando y nos decía a todos que conocía un buen lugar.
    —¡Con harta flaquita, harta flaquita! —repetía.
    Mariela me dijo:
    —Te espero allá.
    —¿Allá? ¿Allá dónde?
    Y se fue al baño con Ana. Cuando salieron, Mariela dijo:
    —Vamos a comer algo.
    —Sí —dije yo, no porque tuviera hambre sino porque aún no le había robado ese beso que había decidido robarle.
    —Bueno, vamos —dijo Ana.
    Salimos todos juntos. Y por todos me refiero a nosotros cuatro porque Kevin junto con dos chicos más, desaparecieron en algún momento.
    Estábamos en la avenida Larco y Ana dijo:
    —Yo me voy para Surco y Mariela para San Miguel, ¿tú, Felipe?
    Al principio me indignó que no se acordara que yo vivía en Barranco, porque se lo había dicho muchas veces, de ahí, agradecí que no se acordara.
    —Para allá —respondí señalando el Parque Kennedy.
    —¿Allá? —preguntó Ana.
    —Sí, para Miraflores.
    —Ah, qué bien… Acompaña a Mariela a que tome su taxi, entonces.
    Dije que sí, que no se preocuparan. Así, ellos se fueron hacia el sur y nosotros hacia el norte.
    —¿Dónde quieres ir a comer?
    Mariela me miró como si yo estuviera bromeando pero no respondió.
    —¿Qué? ¿No tenías hambre, acaso?
    —Ay, Felipe, si te vas a poner así…
    Ahí recién capté el mensaje y quise parar un taxi en la misma esquina.
    —No —dijo ella—, que se vaya Ana y su flaco.
    —Ya se fueron, no se les ve —dije después de haber volteado.
    —Sigue avanzando.
    A una cuadra del parque, salió un taxi. Lo paré y le pedí que nos llevara al grifo de la avenida Del Ejército, cerca del Estadio Bonilla. Ni bien subimos, quise besarla, pero ella se resistió y empezó a hablarme en inglés.
    —¿Qué te pasa?
    —A mí nada, solo que —y, siempre hablando en inglés, comenzó a actuar como una chica inocente que de la vida no sabía nada—, yo no sé de estas cosas.
    Así transcurrieron los cinco minutos que nos llevó llegar hasta ese grifo. Bajamos y caminamos hacia el hotel. Ella por la vereda, hablando en inglés y yo por la vereda. A veces me acercaba para besarla pero ella se resistía. Entramos al hotel y el señor nos reconoció. Hasta se sonrió. Creo que le caíamos bien y le daba gusto que, después de tanto tiempo, volviésemos.
    Subimos, nos desnudamos e hicimos el amor.
    De pronto, ella empezó a llorar.
    —No puedo hacerte esto, Felipe —comenzó—; tú eres un chico muy bueno, no te mereces a alguien como yo…
    “¿De qué habla?”, pensaba yo.
    —…en verdad, quisiera poder estar contigo pero no puedo… me siento… estoy rota por dentro…
    Eso sí me sorprendió. Pensé en decirle que yo la podía pegar nuevamente, juntar los pedazos y rehacerla. Pero La Voz me decía que no, que termine, que me despida y chau.
    Recuerdo que le hablé muy seriamente, mirándola fijo a los ojos. Le hablé acerca de los problemas que todos tenemos, que son parte de la vida pero que no había que dejar que nos tumbaran, que era una forma que tenía la vida para hacernos fuertes…
    —Bésame —me dijo y volvimos a hacer el amor.
    Salimos a las diez de la mañana, la embarqué en un taxi y me escribió al celular:
    —Te quiero mucho. Te extrañé mucho. Perdóname.
    Y La Voz pareció enmudecer. Quizá todo está bien ahora, pensé. Pero no. A la semana, salió con unas amigas a una discoteca a la cual yo no pude ir. Tenía un mal presentimiento. Y, como nunca, se cumplió. Me escribió cerca de las once de la mañana diciendo que un amigo había visto que ella estaba de juerga, la llamó, le mandó un taxi para que la lleve a su hotel, tuvo sexo con él y recién volvía a su casa.
    —¿Por qué me cuentas esto? —le escribí, presa de un gran desasosiego.
    —Porque eres mi amigo.
    ¡Dios! ¡Cómo extrañé a La Voz! Quizá ella hubiera sabido qué hacer.
    Mariela se escudó en que no estábamos saliendo “oficialmente” de nuevo, así que de qué te quejas.
    —Me queda claro que tú y yo no podríamos tener nunca nada serio.
    ¡Bravo!, escuché despertar a La Voz.
    Y de ahí se calló cuando Mariela me dijo que por qué decía eso, que no era justo y mil cosas más que yo (culpando nuevamente a la soledad) acepté y me tragué.
    Y resulta que ahora estábamos ahí. En el cuarto de un gran hotel de parejas en San Miguel comiendo salchipapas. Habíamos hecho el amor una vez y estábamos descansando. Terminé de comer y prendí otro cigarro.
    —No fumes tanto —me dijo.
    No le respondí. Le daba lo mismo, lo sé.
    Ella terminó de comer y se echó en la cama a ver su celular. Entró a mi perfil de Facebook y lo comenzó a revisar. Yo me eché a su costado sonriente. Pusieron una canción que me llamó mucho la atención pero que no reconocía.

Ven y dime todas esas cosas,
invítame a sentarme junto a ti,
escucharé todos tus sueños en mi oído.
Y déjame estrechar tus manos,
y regalarte unas pocas ilusiones,
ay, ven y cuéntame una historia que me haga sentir bien.
Yo te escucharé
con todo el silencio del planeta
y miraré tus ojos
como si fueran los últimos de este país.

    Reconocí la voz del cantante de Café Tacuba. Supe que esa canción me recordaría para siempre ese momento y esa relación (hasta romance podría llamarlo) tormentosa.
    Mariela había dejado el teléfono sobre la mesa y empezó a besarme. Yo la besaba pero atento a la canción, no quería perderme nada.

Y que cada estrella,
fuese una flor
y así regalarte
todo un racimo de estrellas…

    No escuché más que los jadeos de Mariela.
    Ella dormía mientras pensaba en que yo mismo me destruía en una falsa relación. Era evidente que yo solo era un “parche”, es decir, que yo era el intermedio entre pareja y pareja, alguien con quien salir, con quien besarse, tener sexo, hacerse regalos y casi vida de pareja. Pero sin ser pareja.
    ¿Tanto había llegado a importar si estaba o no solo? Casi culpabilizo a la soledad de nuevo pero me di cuenta que no, que no era la soledad. Era más bien una consecuencia de ella: había conseguido una relación informal en la cual alguien me decía que me quería, salía conmigo, hacíamos el amor y todo eso pero sin desarrollar un sentimiento verdadero y yo, todo por no volver a afrontar la soledad nuevamente, había aceptado todo eso. Sentí como si Mariela fuera un usurero y yo no tuviera más opción que aceptar sus condiciones.
    Pero yo las había aceptado. Era una pésima forma de combatir mi soledad, lo admito. Pero creo que era una forma de crearme una historia para contar. Si me emborrachaba, tendría por quién. Si lloraba, tendría por quién…
    Agarré mi teléfono y encendí la radio. Me puse los audífonos para no despertarla. Eran las 5:40 de la mañana. A las 6 la despierto, me dije. Escuché muchos boleros, guarachas y valses, de aquellos que suenan a esas horas y me sentí “parte del grupo” de los que se quedan tomando hasta la mañana sufriendo por un amor. Solo que en este caso, yo mismo me había buscado ese sufrimiento más que ese amor.
    Reí un poco. Sonaba tan ilógico. ¿Cómo se lo contaría a mis futuros colegas de bar de mala muerte? Me sentía solo, me busqué una chica por la cual sentí una atracción leve y después de termina “sacando la vuelta” (entre comillas porque nunca quiso formalizar) y por eso me emborracho, muchachos…
    Cuando despertó Mariela, nos vestimos y salimos. Mientras caminábamos por la avenida La Paz iba muy pensativo. Ella se dio cuenta y me preguntó qué me pasaba.
    —Nada —le dije—, solo estaba pensando.
    Ella no dijo nada. Esperaba que yo continuara.
    —¿Sabes? —continué— Hay una canción antigua, muy bonita, que me hace acordar a ti… bueno, no acordar, pero que está asociada a este momento.
    —¿Ah sí? —sonrió— ¿Cuál?
    —No lo recuerdo bien… pero dice algo como que el pata que canta le dice a la chica que no la olvidaría y que hay un paisaje donde están sus amores y que pintará su nombre con tinta roja o algo así…
    —No la conozco —dijo ella, sin darle importancia a la profundidad de la canción.
    —¿Sabes? —le dije de nuevo— Yo sé que estos momentos no serán por siempre y que, cuando todo termine, algo así como esa canción, pintaré tu nombre también donde están mis amores.
    —Ay, no digas eso… —respondió ella, como asumiendo que siempre estaríamos juntos.
    Paró un taxi. Nos besamos, se subió al auto y se fue. Yo hice lo mismo. Subí a un taxi y busqué la canción en YouTube. Le pregunté al chofer si le molestaría que yo pusiera una canción.
    —Dale, nomás, chochera —me dijo, sonriente.
    Y durante toda la Costa Verde se pudo escuchar ese estribillo:

Pero no importa
por lo que supe amarte,
me has hecho daño,
pero no puedo odiarte,
y en el paisaje de mis grandes amores,
con tinta roja, pintaré tu nombre…

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