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Suavemente, levantó la mirada y lo vio acercarse.
Era la tercera o cuarta vez que se cruzaba con él.
Siempre con chompa marrón, pantalón gris, zapatillas viejas y la bolsa de caramelos. Infaltable, la bolsita. Empezó a balbucear mientras caminaba por el corredor ofreciendo sus productos golosinarios. 
Era el mismo vendedor de siempre. Viejo, quizá más de 70 años. La piel, cobriza y arrugada, servía de fondo para la nariz aguileña, los cabellos grises y la mirada perdida.
Fingió mirar hacia la calle mientras un mohín de disgusto invadía su rostro.
El viejo se acercaba más y, a su pesar, su fastidio se hacía más notorio. Pero luchaba para controlarlas: había gente, esa gente puede verme y la gente habla. Decidió respirar profundamente y cerrar los ojos mientras ese hombre estuviera en el bus. Los abriría cuando hubiese sentido desaparecer su presencia. Pero volvió a abrir los ojos: tuvo una gran idea.
Sacó su billetera del bolsillo trasero y tomó un billete de cien soles.
Tenía que darse prisa porque él ya estaba a un metro de su asiento.
Buscó ávidamente el celular. 
Justo a tiempo.
El hombre de la mirada perdida y la piel cobriza ya estaba frente a él.
—...caramelo, jove', ¿porái?
—Yo —dijo, fingiendo una sonrisa—, ¿cuánto vale?
—Die'sentavo', die' p'un so'.


¡Es evidente, animal!


Sin responder y encendiendo la cámara del teléfono, le extendió el billete al anonadado hombre.
¡Cógelo, infeliz!

—Adelante —dijo con voz melindrosa—, es suyo, ¿señor...?
—Carlos...
—Señor Pablo —interrumpió, indiferente—. Esto es para usted que trabaja todos los días para sacar a su familia adelante —le metió el billete en la mano—, y aunque por su edad debería estar descansando —apuntó a la gente que lo veía—, lo hace con el mayor amor del mundo. Y todos deberíamos aprender de usted, don Pablo, todo un ejemplo a seguir. Ojalá yo fuese así, don Mario, —y se filmó la cara mientras una lágrima se columpiaba desde la cornisa del lagrimal izquierdo—  un hombre abnegado y sacrificado, ¡todo un ejemplo para la juventud nuestra que se sumerge cada día más en la ignorancia! Descuide —y apuntó al viejo—, yo lo ayudaré.
Calló esperando aplausos. Al no oírlos, agregó:
—No importa, don Mauro —se apuntó nuevamente y filmó sus mejillas marcadas por las reptiles lágrimas—, mientras haya gente como usted, habrá esperanza tanto para el país como para la humanidad —se secó los ojos—. Permítame...
Se puso de pie y abrazó al vendedor. Cerró los ojos y extendió el brazo derecho. A la vez que filmaba el abrazo, escondía la cara de asco que le producía el hedor del pobre viejo. Volvió a sonreír antes de separarse de su beneficiario quien seguía boquiabierto.
Él se impacientaba. Esperaba un agradecimiento elocuente y copioso, una demostración sublime y suprema de gratitud, lleno de lágrimas, humillación, endiosamiento y veneración pero solo encontraba confusión en el rostro del viejo.
No pudo contenerse y una expresión de sincera repulsión invadió su rostro. Reaccionó a tiempo y, rogando que nadie lo hubiera visto, recuperó la compostura. De pronto, escuchó las voces de los otros pasajeros aprobar su acción y casi llora cuando sonaron los primeros aplausos. Se separó rápidamente del viejo, casi empujándolo, y empezó a filmar a los pasajeros. Parado, delante de ellos, apuntó la cámara hacia sí mismo y dijo con voz temblorosa:
—Esto lo hago porque me gusta, porque me nace, porque pienso que el mundo necesita de estas pequeñas acciones para ser un lugar mejor. Quizá no para nosotros, pero sí para nuestros hijos y nietos… Esto lo hice con enorme placer y lo volveré a hacer cada vez que pueda pero siempre con humildad, respeto y amor. Porque estas acciones deben ser emuladas, sí, pero de forma modesta y sencilla, como yo... —y apagó la cámara.
La gente lo seguía mirando, algunos incluso aplaudiendo. Les dio la espalda, miró al chofer y le dijo:
—Bajo.
El autobús se detuvo en la esquina y él bajó de un salto. Detrás, bajó el viejo vendedor que recién había reaccionado.
—Disculpe… —escuchó.
Giró violentamente, lo miró asqueado y gritó:
—¡No te me acerques!
—Pero...
—¡Aléjate antes que te arranche mi plata, serrano de mierda!
Se dio la vuelta y empezó a correr. Giró la cabeza y vio la figura estupefacta del vendedor alejarse y empequeñecerse cada vez más. Después de algunas cuadras, se detuvo. Rumió su cólera unos pasos más, recuperando el aliento.
Sacó el celular y, a medida que iba manipulándolo, su semblante iba cambiando. Se hacía más ligero, más juvenil. La expresión de sincero asco dio paso a una de excitación.
En su perfil de Facebook seleccionó la opción "subir vídeo". Tras la confirmación exitosa de la subida de su vídeo, sonrió. Pero la sonrisa le duró poco. Faltaba algo. Pero, ¿qué? Miraba el vídeo ya publicado. Pasó un minuto. Dos. Cinco. Ocho. Empezó a faltarle el aire, los oídos le zumbaban y las pupilas se le dilataron. ¡Diez! ¡Trece…! Una sensación de mareo se apoderó de él. El cuello de la camisa le apretaba, no podía respirar, el corazón le latía muy fuerte. La cara se le ponía colorada y empezaba a quemarle. Pensó que en cualquier momento caería al suelo y no despertaría más…
"A Héctor Vílchez le gusta esto" —sonó el teléfono.
Mirando intensamente la pantalla, sintió que el nudo en la garganta se deshacía.
"A Héctor Vílchez y a Sandra Matos les gusta esto" —volvió a sonar el teléfono.
Las pupilas se le normalizaron, el rubor del rostro se apagó y la taquicardia cedió. Unos instantes después, su ansiedad había cesado por completo.
Pasados quince minutos, la gente vio, muy extrañada, a un joven brincando y saltando por la avenida Comandante Espinar que gritaba:
—¡Les gusta a doscientas veinte personas! ¡No, esperen...! ¡Doscientas veinticinco! ¡Sí! ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja...!

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